18 de diciembre de 2010

El malabarista

Hace poco en el tren vi a un artista de circo sentado en el suelo aprestando unas clavas.
Es común que yo vaya pensando. Todo el mundo lo hace. En mi caso voy pensando en cómo destilar lo maravilloso del mundo que, en ciertos días, se me presenta un poco deslavado. Y luego, por supuesto, pienso en cómo poner esos hallazgos caprichosos de mi subjetividad, en palabras. Pienso en la métrica poética, que ignoro, y en si servirá para calcular la trayectoria de un meteorito tal como los números son capaces de hacerlo, o pienso en si la palabra “tren” corresponderá exactamente al objeto que refiere. Inmediatamente imagino a Saussure diciendo: ¿cuántas veces tendré que repetir que el signo es arbitrario? No obstante se me ocurre que las rimas podrían ser prolongaciones lingüísticas de cadenas cromosómicas, por ejemplo. Le guste o no a Saussure.
Mientras pienso veo por la ventanilla el paisaje ralo y los barrios que le dan la espalda a las vías. Siempre me parecen tristes los barrios desde el tren, o tristes las familias que habitan esas casas. Adormecida por el ritmo monocorde del vagón y las secuelas de una jornada frente a la computadora, veo al artista en el suelo comenzar a maniobrar una de sus clavas. Es automático lo que me sucede, no puedo dejar de mirar sus manos y la clava girando suave, parejito como si lo hiciera sobre un eje invisible. Me dejo ir en esa armonía y no quiero que termine. –No se puede hacer eso con palabras-, pienso con cierta recurrencia a mi preocupación lingüística.
El malabarista consigue de un momento a otro en medio de la cotidianidad gris, un acceso de perfección, un portal por donde de repente se cuela el equilibrio mismo. Sus manos y la clava son una suerte de síntesis entre técnica y azar, ¡entre tenacidad y azar! De repente veo con claridad una idea que se podría resumir en esto: la perfección admite errores, el error no quita potestad a lo que es perfecto: Pienso en Maradona, en la ausencia de pigmentación, en los accidentes geológicos. En un momento la clava se cae pero eso no importa, el malabarista la levanta y la devuelve a esa órbita aceitada entre sus dedos, que es donde ella recobra su sentido último. Se me ocurre que si algún niño estuviera viendo la escena, creería que la clava tiene voluntad propia. Es como el rollo del equilibrio en la bicicleta, ¿qué es lo que de golpe hace andar a la bicicleta? ¿La bicicleta misma? ¿Quien la conduce? ¿El movimiento? ¿La velocidad? ¿El equilibrio entre qué y qué? ¿Cuál es el equilibrio de las palabras? ¿La literatura? ¡Por algo al dramaturgo Alfred Jarry le gustaban tanto las bicicletas!

Viendo al malabarista pienso en la sabiduría de sus manos, que en realidad acompañan el curso del objeto en movimiento sin forzarlo, las manos y el objeto como una pareja de bailarines. A propósito, nunca aprendí a bailar un baile de a dos. Recuerdo muy oportunamente las palabras de un surfista que conocí, sabias palabras, y me pregunto ¿Dónde es que fluyo? Me pregunto si mis palabras tendrán la sabiduría necesaria para no perturbar el latido de las cosas corrompiendo el sentido que las funda. Si como el surfista que espera paciente la ola que lo alce sobre el mar, dejándose tumbar por las que lo rechazan una y otra vez, si así escribiré sólo lo que deba ser dicho. Imagino unas palabras modeladas por el viento de la misma forma en que éste encrespa o aplaca las olas. Pero no sé si tengo esas palabras. No sé si alguien las tenga. Ni si sean las palabras, fieles a la belleza.

Y me animo a decir dos cosas tal vez contradictorias. Seremos los poetas unos eternos reincidentes del lenguaje, esperando pacientes las palabras que nos alcen por sobre la infamia, pero también, basta con mirar a un malabarista para entender muchas cosas aunque poco se conozca del lenguaje.


Texto: Celeste Blanco
Fotografía: Guillermo Salvo. http://www.flickr.com/photos/salvoguille


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